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La leyenda de Mahaduta
Capítulo 10 :: El jefe de los bandidos demanda el pago de la deuda.
—¡Parad un momento! — se oyó gritar—. Era una voz que Pandú había oído antes, aunque al principio no podía recordar de quién era. —¡Parad de golpearle he dicho!
Pandú abrió sus ojos. Allí delante de él y vestido con pieles de animales y un pañuelo rojo en su cabeza estaba Mahaduta, el esclavo que él había hecho apalear unos años antes. Pandú había oído que entre los ladrones de las montañas, el jefe más importante era un antiguo esclavo de Kaushambi. Lo que nunca se le había ocurrido era pensar que fuese su propio esclavo.
—Comprobad que es lo que tiene en su mano derecha —Mahaduta ordenó con firmeza—. Uno de los hombres que le había estado golpeando puso una rodilla en el estómago de Pandú y la otra sobre el brazo separado de su cuerpo, y luego tomó sin mayores problemas la bolsa del joyero.
—Yo guardaré eso. Yo ya he pagado por ello —dijo Mahaduta—. Tomó la bolsa y la guardó bajo su ropa. —¿No? Amo —preguntó a Pandú en un tono cínico y lleno de amargura.
—¿Lo matamos entonces? —inquirió uno de los ladrones a su jefe.
Mahaduta miró a Pandú, pero en lugar de enfado o miedo, algo que podía haber aumentado su odio, él sólo vio tristeza y resignación en los ojos de su víctima. Él no sabía que en ese momento Pandú se estaba acordando de las palabras del Venerable Narada, tan claras como si las hubiese oído ayer: “No pienses que estás libre de la deuda que debes a Mahaduta por haber hecho que lo apaleasen de un modo tan cruel y sin razón. No pienses que tú estás solo en este mundo, o que tus acciones no tienen consecuencias... Si realmente puedes comprender esto en tu corazón, ya no tendrás más deseos de causar daño a otros seres vivos, porque comprenderás que ellos son igual que tú. Sentirás sus sufrimientos como los tuyos propios”. Pandú suspiró. De repente se dio cuenta que nunca había aceptado las instrucciones de su maestro. Nunca había creído realmente que eran para él, sino para que se las aplicaran a otros. Iba a morir ahora, de un modo violento y antes de su hora, sin la oportunidad de despedirse de su familia. Él había sido el causante de todo, ocurría por su propia culpa.
Ni siquiera una vez se le había pasado por la cabeza el pensar en la suerte de su esclavo Mahaduta. Los sufrimientos que debía haber pasado en las montañas durante los helados días de invierno; la senda del mal que había tomado, llena de desesperación y peligro, en la que Pandú había empujado a Mahaduta. Todas esas consideraciones nunca habían cruzado en su mente. Pero ahora había llegado el momento de pagar. Se aclaró la garganta y habló humildemente a Mahaduta:
—Es verdad, tú ya has pagado.
Giró su cabeza y se quedó esperando el siguiente golpe. Para su sorpresa, Mahaduta dijo a sus hombres:
—Dejadlo ahí en el suelo. Su carruaje tiene un compartimento secreto bajo el asiento del conductor. Abridlo y encontraréis un cofre lleno de monedas de oro. Las dividiremos en partes iguales. Hoy es un gran día para todos nosotros.
Los bandidos saltaron al carruaje con gran excitación. Pero Mahaduta no sentía ningún tipo de alegría al llevar a cabo su venganza. Había pasado muchas mañanas heladas deseando que llegase este momento. Y ahora que por fin había llegado, sentía pesadez y remordimiento, como si estuviese maltratando a un miembro de su propia familia. Se dirigió a sus hombres diciéndoles que parasen de golpear a los hombres de Pandú.
—No matéis a ninguno; preocupaos sólo de coger todo lo que podáis.
El cofre lleno de oro les sirvió de distracción. Estaba
escondido en el sitio exacto donde Mahaduta lo había puesto muchas
veces en años pasados. El jefe de los ladrones dejó que
Pandú y sus hombres abandonasen las montañas y volviesen
a Kaushambi. Esa noche, cuando sus cómplices estaban contando el
oro y riéndose, Mahaduta escondió la bolsa que había
cogido a Pandú en una grieta de su cueva. No volvió a tocarla
en mucho tiempo.
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